Cuando Harvard se negó a obedecer los edictos de la administración Trump, no fue solo un momento de coraje académico, fue una defensa del sistema nervioso de la democracia. Porque si bien no todos podemos estudiar en Harvard, no podemos darnos el lujo de ver su libertad reprimida. La independencia académica es más que un principio, es una garantía del libre pensamiento y, por lo tanto, de la supervivencia misma de la democracia.
La independencia académica está en peligro
Cuando la Universidad de Harvard, en términos claros, se negó a obedecer las órdenes de la administración Trump, no fue solo un momento de coraje civil. Fue una señal para todo el mundo sobre lo que está en juego cuando un pilar democrático -la libertad académica- es desafiado por el poder político. Este evento puede haber tenido lugar en los Estados Unidos, pero su significado es universal.
Defender la autonomía de la academia es defender la democracia misma. No se trata de quién tiene el poder, sino de qué poder se le permite hacer con los caminos libres del conocimiento.
Un principio histórico: la independencia de la academia
Históricamente, la independencia de las universidades ha garantizado que el conocimiento pueda crecer más allá del control del poder. En la tradición occidental, esto ha sido un mecanismo de protección contra el dogma, la censura y la propaganda. Se ha permitido que el libre pensamiento y la investigación –a veces incómodos, a veces radicales– florezcan precisamente porque no han dependido del favor político. Pero cuando los gobiernos, ya sea que se llamen democráticos o no, comienzan a ejercer presión sobre lo que se puede decir, investigar o enseñar, entonces comenzamos a deslizarnos de la democracia al gobierno autoritario. El primer veredicto no se hace en una sala de audiencias, sino en una biblioteca silenciosa cuando se borran ciertos conocimientos

Las amenazas son globales, la responsabilidad es nuestra
Es posible que no podamos permitirnos asistir a Harvard, pero no podemos permitirnos que Harvard, o cualquier otra institución académica, ceda a la presión fascista. No se trata de los privilegios de la élite, sino del sistema de libertad de pensamiento que nos pertenece a todos. Cuando perdemos la independencia académica, también perdemos la capacidad de pensar críticamente, de desafiar al poder, de entender nuestro presente y de imaginar futuros.
Vale la pena señalar que las amenazas a la libertad académica no siempre vienen acompañadas, a veces vienen a través de decretos administrativos, recortes presupuestarios, demandas de ”lealtad” u ortodoxia ideológica. Pero el resultado es el mismo: el imperio del silencio.
La democracia comienza en la mente y en el espacio del pensamiento
Una democracia no siempre muere de una explosión. A menudo muere en pequeños pasos, a través del desmantelamiento de sus instituciones. Y entre ellas, las instituciones académicas son las más vulnerables, precisamente porque son tan fundamentales.
El libre pensamiento no es un problema de lujo. No es una abundancia académica. Es el sistema nervioso mismo de una democracia que funciona. Debe ser incómodo, polifónico y a veces rebelde, de lo contrario no es gratis.
Nuestra lealtad es con la libertad de pensamiento
Cuando vemos que las universidades más prestigiosas del mundo se enfrentan a la presión política, no solo debemos aplaudir, sino que debemos tomar una posición. Porque la batalla que están librando es también la nuestra.
La independencia académica no es un regalo del poder. Es una promesa de la gente a sí misma: que queremos vivir en una sociedad en la que ninguna idea esté prohibida para pensar. Renunciar a esa promesa es renunciar a lo que nos hace libres.