Por Ramón Pérez Cortés
¿Qué sucede cuando la historia ya no nos ofrece palabras suficientes para lo que presenciamos? ¿Cuando el sufrimiento es tan profundo, tan total, que toda comparación resulta insuficiente? Lo que ocurre hoy en Gaza revela no solo la crueldad de quienes ejercen el poder, sino también nuestra incapacidad colectiva para defender lo más esencial: la dignidad humana.
No hay textos proféticos, ni libros sagrados –ni siquiera la Biblia o la Torá– que describan lo que hoy está padeciendo el pueblo palestino en Gaza. Lo que presenciamos no es simplemente una operación militar. Es el desmantelamiento sistemático de toda posibilidad de vida: agua, electricidad, salud, alimentos, viviendas y, por encima de todo, esperanza.
Gaza ha sido bombardeada hasta los cimientos. Hospitales destruidos. Niños que mueren por desnutrición. Mujeres que dan a luz al aire libre. Cientos de miles sobreviven desplazados, sin techo, sin protección, sin voz. Ya no son ciudadanos del mundo – son solo cifras en las listas de muertos.
Y no son catástrofes naturales las que provocan esto. Son decisiones. Son políticas. Son líderes que eligen conscientemente aplastar a otro pueblo.
Una estrategia brutal
El primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, está en el centro de esta política. Bajo su liderazgo, el concepto de “autodefensa” se ha convertido en una licencia para castigar colectivamente a una población entera. Ya no se distingue entre combatientes y civiles. La población civil es objetivo.
Lo que presenciamos es una agonía prolongada. Una estrategia en la que hambre, miedo, bombas y aislamiento se combinan para destruir toda condición de vida. Todo ello ocurre a plena luz del día, con el mundo mirando.
La pesada responsabilidad de Estados Unidos
No se puede hablar de esto sin mencionar el papel de Estados Unidos. Su apoyo económico, militar y diplomático convierte cada bomba en un acto compartido. Con su derecho a veto en el Consejo de Seguridad de la ONU, Estados Unidos impide cualquier alto al fuego. Ya no se trata de una complicidad pasiva – es una participación activa.
Proteger el derecho a existir de un país jamás debe significar permitirle destruir a otro.
El silencio del mundo
Las Naciones Unidas no logran detener la masacre. Sus resoluciones resuenan vacías. La Unión Europea está dividida. Suecia calla. ¿Qué nos dice eso sobre el mundo que habitamos, si ya no hay institución capaz de proteger a un niño de morir de hambre en el siglo XXI?
Tenemos nombres para esto: derecho internacional, crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad. Pero esas palabras pierden sentido si nadie está dispuesto a hacerlas valer.
La historia recordará
El pueblo palestino ha sido víctima de agresiones durante décadas. Sabra y Shatila, la masacre de Yenín, el bloqueo de Gaza – la historia está llena de ensayos de opresión. Pero lo que sucede ahora ya no es excepción: es la culminación de una política que valora unas vidas más que otras.
La historia lo recordará. Y si no lo hace, es nuestra responsabilidad escribirla.
Esto va más allá de un conflicto entre Estados. Es un fracaso moral de la humanidad. Quizás un día se haga justicia, pero cada día que pasa sin acción nos vuelve cómplices. El sufrimiento del pueblo palestino no puede ser borrado por la indiferencia. Tenemos el deber de recordar, de denunciar, de no mirar hacia otro lado.
Porque cuando mueren seres humanos en el abandono y el terror, también muere algo esencial en todos nosotros.