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Carta a una madre

A mediados de los noventa, mis padres decidieron retornar a su país de origen. Después de más de veinte años de exilio, se abrían las grandes alamedas por donde retornaban los que aun conservaban la decencia de ser consecuentes con sus ideales, esos mismos que los habían lanzado al exilio. Mi madre retornó primero y como una capitana, tomó las riendas y su decisión fue irreversible. Esta carta la escribí para esa cena de despedida. Recuerdo que me ahogué en lágrimas y me convertí en un niño tratando de leer esta pequeña reseña a una persona que aun admiro, a mi madre.

 

Desde hace días que me viene dando vueltas este deseo (quizás obligación) de querer decir algo. Algo que se tiene que decir cuando las despedidas se abalanzan sobre uno y como cuando una inesperada ola nos cubre con su salada lengua, nos encontramos empapados de cristales y en la memoria yacen sólo recuerdos de haber sido lambidos por algo que nos costó darle nombre en acto primero. Pero no, esto no es sorpresa ni mucho menos. Ya lo sabíamos, siempre lo supimos y solamente prolongamos durante décadas la hora… 

En la casa iban quedando los espacios vacíos y por entre las tablas pequeños rayos de sol penetraban a contemplar la partida. Una partida tan inesperada que ni el perro tuvo tiempo a recapacitar del por qué la casucha se la llevaban los vecinos, esos mismos que en algún tiempo tuvieron que soportar sus  ladridos espantadores. Quizás ya en ese entonces vaticinó este día, en que sería despojado de su moderno chalet con antena de televisión. Ahora también sus amos eran despojados de un derecho que en la mente canina era difícil de concebir. Se iban. Sin mayor explicación que una palmada en la cabeza y unos últimos lastimeros silbidos. No decían por qué se marchaban, nadie lo debía saber. Solamente la despedida de los chiquillos, que trataban de mantener las cosas como si nada pasaba. Pero el aire, la mañana, los vecinos transportando la casucha, las pertenencias desapareciendo como por arte de magia. Y el último hueso… como antes del ajusticiamiento el último deseo; como a alguien en la última cena antes de ser traicionado, el beso. Se iban, todos lo sabían, pero nadie lo comentó ni lo susurró en sus enormes orejas.   

Las rendijas siguieron colando sol, y sobre el día cayeron las horas, y más días vinieron. El peregrinaje tomó las riendas de su destino, cayendo como la sentencia del que pierde las raíces del origen y se pasará toda una vida buscando un lugar que nunca más volverá a existir, no como antes, no como en el acto seguido de lo que se llama consecutividad.  

Lo vi alejarse, inmóvil sobre la vereda movía la cola diciendo adiós.  

No recuerdo lágrimas y ahora junto a una botella de vino, busco en el archivo quimérico y no encuentro las gotas saladas de lo inesperado. Quizás por lo incógnito de la escena. La vuelvo a repetir y la clandestinidad del acto funciona como la sordina del instrumento, que en su interior se rompe en mil fuerzas por emitir el sonido opaco, buscando el tono en silencio, como queriendo retener un corcho que impida el grito. 

Mis pensamientos sufren por la sordina de ese instrumento cuando me dices que te vas, que ya por fin te has decidido, que las cosas tienden a su lugar de origen, que los huesos son como el salmón que después de una vida de peregrinaje busca su origen para reproducirse y morir. Y detrás de la ventana del departamento cae un manto blanco sobre la faz. Un pájaro de plumas negras y pecho rojo se alimenta de semillas que cuelgan de una pequeña bolsa. Te escucho, casi en silencio. Hablas de niñez y de un Valparaíso oculto para mí. Te vuelvo a oír y detrás de los cristales el manto sigue cubriéndose de frío. Las tazas de té despiden la fragancia de Ceilán y en mi memoria una mañana se despierta. Una enorme retrospección me inunda donde tu laboras con un traje color naranja. La máquina martillea las puntadas de hilo sobre la tela, dentro de poco podrás cobrar por tu trabajo, me dices que ya todo está listo, que tendremos para las sopaipillas y para algo más, no recuerdo qué. Detrás de los cristales otro manto cubre el cerro y sobre la tarde se consume un día. La máquina de coser camina con tus manos, alguien duerme. Esta vez las rendijas son las que lucen sordinas de papel con letras de noticias de las cuales ya nadie quiere saber. Sobre las fonolas picotean los goterones un maíz efímero. 

El manto blanco continúa su encubrimiento mientras tu levantas la vista y buscas en tu baúl alguna respuesta bien planchada, que suene lógica, práctica, limpia de pormenores, sin escombros que delaten las ruinas de un imperio arroyado por la guerra, para mí suenan todo archí lavadas. Pero te conozco, sé que buscas una mano que acaricie doblemente tú historia y la mía. Una mano que nos peine a los dos y nos dé desayuno en la cama. Una mano que no nos castigue la inocencia. Una mano que nos libre de un porqué sin respuesta.  Quieres partir sin tener que decirme adiós. 

Días antes de que el perro fuera despojado de su casucha, golpearon a la puerta. A medir por el sonido de los golpes, eran manos grandes, puños fuertes y decisivos. Lo recuerdo porque de esos días lo recuerdo todo. Lo gravé en la mente como el vikingo dejó sobre la piedra su historia, por si a alguien se le ocurría inventar el frágil papel, que se desvanece como los sueños. Así, a punta de cincel apareció ese día cuando tu, tan decidida como los extraños puños, abristes la puerta. Ellos en esos días buscaban o decapitaban, sacaban de sus casas la inocencia de un pueblo que se atrevió a soñar. Tu dijiste que en tu casa no encontrarían nada más que el futuro de un país durmiendo. Me cuesta creer, cuando hoy te miro, que tu figura hubiese recibido a la violencia con tal desfachatez, como si quien recibe a un elefante creyéndole ser una hormiga!  Lo recuerdo porque mi cincel necesita una runa enorme para describir a una mujer que siguió creciendo con el correr de los años.  

Creo que tuve que añadirle a esa runa un roquerío para describirte. Me parece que no te lo he dicho antes, pero hasta ese entonces eras la frágil mujer que cocía parches, forjaba anhelos, juzgaba faltarle el aire en los bosques más amplios o buscaba perdón divino por pecados prefabricados. Desde ese día te convertiste en una mujer como las que aparecían en mi libro de historia. Esas mujeres que por las venas le corría el orgullo de una raza que nunca se dejó vencer en el campo de batalla, ni se doblegó ante extranjeros reyes. Te salió una pluma de oro que guardé como joya inalterable de mi infancia. No lo entendí en ese entonces, ni quizás cuando me convertí en marido y alguien me dijo papá. No lo entendí porque aún escribía capítulos sobre piedras de granito duro y de vida áspera. Pero un día caí por entre las ramas de un árbol que algunos lo llaman vida. Llegué hasta su tronco endeble, una maza de roble que no tenía fondo, solo astillas que herían mi existencia. Cuando después de un largo viaje me detuve en el fondo de mi origen, comenzó mi retorno. Un retorno lleno de imágenes, de colores, de noches argentas. Entonces descubrí una pluma de oro, un vestido color naranja, las noches de año nuevo y tu mujer escondida detrás de los muros que la indiferencia construye como resguardo a los tenues vientos del amor, confundiéndolos con tormentas de ingratitud. Pero fue aún más, una escalera en mi permitió deslumbrar una tierra prometida en ti. Una tierra que quizás todos buscamos. Té vi peinando la inocencia de un nieto rubio con facciones que te hablaban de tiempos que ya no existían, porque el desgaste de la vida nos había convertido en figuras ya irreconocibles. En hombres y mujeres que más te hablan de cosas que conoces demasiado como para volver a repetirlas. 

Me atreví a murmurar la palabra madre y saborearla sin mascar las agrias semillas de tu propio germen. Me atreví a la infracción de leyes que se forjaron creyéndose en la divinidad de un castigo superior al poder humano. Ese poder que siempre fue destituido por la oración al mas allá. 

¿Dónde vas? Ya no es tu pregunta, porque los retornos son individuales, cual los recuerdos lo son. Como los sabores, todos tienen una respuesta diferente ante el sabor a la vainilla.  

Ya no son los pesados golpes a la puerta los que atemorizan, sino los ecos que se proyectan al futuro. ¿dónde van?   

No sé, quise hablar de recuerdos, pero para mí eres un eterno presente, un presente que se auto renueva con tu presencia. Sólo sé, que detrás de ti quedan los rayos de los días buscando los utensilios con los que se configuran nuestras existencias. Por las paredes se colarán los tenues soplos del Recuerdo y en alguna parte de mí desearé ser dueño de una cola para decirte adiós, pero las manos me lo impiden, las olas y mi sal me ahogan en preguntas. ¿Cuántos viajes más debe soportar Ulises antes del encuentro final con su amada? Freud se reirá todo lo que quiera de nosotros, de mí, pero sólo soy parte de un cordón umbilical que se tendrá que sumergir en el Atlántico hasta que la tierra te consuma y sobre ti una runa de recuerdos te haga volver a ignorar la belleza de una tarde dejándose acariciar por los suaves besos blancos del invierno en esta tierra boreal. Y así llegó el té de Ceilán a su fin en el fondo de la taza, donde un pequeño charco de color ámbar se enfría.

Me tendré que sumergir en porques y respuestas imprecisas, tal como los mecanismos imprecisos del porque de un retorno. Y en esta agonizante tarde tendré que ver a un pájaro de hierro arrebatarme las tardes de pláticas y cumpleaños que no vinieron. Me reniego en mi interior a dar el consentimiento, me reniego por los que aun no te conocen, por los que no podrán ver la pluma de oro, por ellos te doy la batalla. Aunque sé del porque de tu marcha, paradoja maldita del destierro!  

Y tal cual en acto primero no será el animal el que se aleja, sino tú la que nos dejas. Debiera dejar de rogarte a que te quedes, tal como el hombre que te ama a que le digas que le quieres, pero no lo hago, quizás porque la vida continua y detrás de las separaciones está desnuda ante el amor a la madre. Quizás porque aunque no nos recordemos, detrás del olvido están los senos abiertos de la que nos dio la primera cena. Y queramos o no en el fondo de los seres vivirá para siempre la inseparable vivencia del día cuando el comienzo sólo era la existencia sin nombre ni despedida. 

Así agoniza este diálogo de una fiesta de despedida donde las rizas son sólo máscaras de este drama sin salida, al que seguiremos llamando vida. 

 

 

Ramón Pérez Cortés 

 

Bengtsheden el 9 de marzo de 1996 

 

 

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