Reconozco el esfuerzo de ese joven ciclista que ahora lleva la maglia de los que luchan. Se que valorizar es sólo una parte de todas esas horas empujando esos pedales. Reconozco en ti amigo, que el ejemplo vale más que la labor personal.
En mi niñez no fueron muchas las ocasiones que se presentaron para llegar a apasionarse de algún deporte. El futbol en ese entonces no lo contaba como deporte porque lo jugábamos todas las tardes en un potrero enfrente de nuestra pequeña casita en San Bernardo. A pocos metros de la línea férrea y de un montón de animitas nos desplazábamos jugando el cientonosecuanto partido de futbol, por eso nunca me imaginé que fuera un deporte, era una diversión.
Lo que sí era deporte se llamaba ciclismo y lo practicaban mis tíos paternos. Luciendo hermosas bicicletas con ruedas que encandilaban con sus cromos y de colores llamativos que dejaban perplejos los ojos de nosotros niños que babeando nos atrevíamos a tocar esos minúsculos sillines que más parecían la punta de flechas de cuero. Así, aprendí que si le sacaba el tapabarros a mi bicicleta y le ponía un manubrio como cuernos de chivo, mejor me hundiría en la invisibilidad del aire y el viento que luchaba contra mis ambiciones ciclistas.
Un día fui invitado a salir, una palabra media mágica para mis oídos de entonces. Salir a entrenar, salir a dar una vuelta y probar como respondían mis pierna de niño batiendo esos pedales en el aire de ese camino a Nos. Llegué a Nos, por esa enorme avenida llena de arces que con sus sombras parecían atraer el viento en contra. San Bernardo de esos entonces no era más que un recuento de una época colonial que había dejado sus casas de barro y barrotes de acero por todos lados; canales de regadío que por las tardes bajaban a conectar las chacras que ya empezaban a perderse entremedio de las primera urbanizaciones de la ciudad.
Me gustaba ese deporte, me hacía sentirme libre y aunque no fueran alas, eran dos ruedas que me podían llevar de un lugar a otro. Había aprendido a balancearme sobre ellas en la bicicleta de una tía que no tenía ese travesaño que me impedía hacerme de las bicis de mis tíos. Aun así aprendí a meter un pies por entremedio del marco y con la bicicleta para adultos hacía unas vueltas, hasta que me cansaba de balancearme haciendo esa ve entre mí y el marco.
El ciclismo era un deporte. Estaba lleno de reglas y de cosas que había que tener o lograr para llegar a ser ciclista. Recuerdo la primera vez que vi a uno de mis tíos más jóvenes ganar una carrera de circuito en la Avenida Colon. Fue como si el existo hubiese sido mío, un ganamos salió de mi boca y en mi pecho un golpe colectivo dio su primer salto. El ciclismo era también algo muy colectivo, todos los días sábados se salía a dar esa vuelta larga a Buin o a Paine, los mejores se iban a Rancagua o simplemente a escalar a Puente Alto. Yo, sólo llegué a Nos.
Muchos años después en un lugar del norte de Suecia me atreví a retomar ese deporte, me atreví porque realmente me traía recuerdos de un tiempo feliz que se empañó en situaciones que llevaron a mis padres a un exilio que duró para siempre. De todas maneras retomé y poco a poco volví a sentir que esas dos ruedas me llevaban donde quiera me lo proponía. Tuve la oportunidad de tener una Biancchi y de llenarla de componentes que sonaban como códigos secretos de un corredor. Me sepulté en entrenamientos y en una persecución empedernida por los 79 kilos mágicos que me permitían hacer mejores y mejores tiempos. En esos entonces nada se sabía de mi país en la distancia y nadie se preguntaba que hacía un chileno metido en los bosques de la taiga pedaleando como si fuera el embalaje final de su vida.
Una enfermedad al corazón, frenó del todo mis pequeñas ambiciones deportistas. La muerte rondó de cerca y dejó en mi pecho la deficiencia que no me permitiría volver a pedalear de esa forma. Pero no mató del todo la pasión.
Un día limpiando y ordenando mi Facebook encontré que había una persona en mi parentesco luciendo una mountainbike. La información no delataba quién era ni cual era nuestra relación aparte del apellido en común. Después de varios mensajes logramos desenhebrar nuestra relación y encontrarnos con quién era nuestro lazo. Escuché una historia, cosas tristes y de tiempos que no sabía siquiera existían.
En mi memoria estaba la sonrisa abierta de Manuel. Aun sin el daño del alcohol ni de ningún tipo de droga. Ahí, un amigo y familiar. Los dos corriendo detrás de un pato al que le daríamos caza a fuerza de piedrazo puro para llevarlo a la mesa de nuestra abuela a que nos cocinara un pato. Recuerdo a ese Manuel muerto de risa en medio de una zarzamora donde había caído después de perder el balance sobre el muro donde se había encaramado en busca de los mejores ejemplares. Ese Manuel que temprano por la mañana me pasaba a buscar para que fuéramos a cortar las cañas para hacer los volantines en el taller de nuestro abuelo. Ese Manuel, ya no existía, sólo quedaba de él el agrio recuerdo de los que con dolor habían sido víctima de su deterioro social. Reconocí algunos rasgos, algunas pocas señales indicaban el parentesco y en las fotos brotaba la lucha y el esfuerzo por esa misma meta que yo un día en los bosque de la taiga había tratado de alcanzar a pedaleo puro.
Reconozco el esfuerzo de ese joven ciclista que ahora lleva la maglia de los que luchan. Se que valorizar es sólo una parte de todas esas horas empujando esos pedales. Reconozco en ti amigo, que el ejemplo vale más que la labor personal. Me doy cuenta y siento orgullo de poder estar en algún rinconcito de tu victoria mascando el borde de la medalla. Se que cada vez que subirás al podio no sólo será tu triunfo sino el de todos los que te admiran y ven en ti un ”se puede”. No sé por cuánto tiempo sea el aporte incógnito, esa goterita que corta la sed por el momento. Pero mientras pueda seré con orgullo el incondicional amigo de tus salidas al monte silencioso y en el bullido de la victoria seré tranquilo el que al otro lado el mundo te admire por lo que logras.